Iniciamos el verano con una novela de Margaret Atwood, reconocida autora canadiense de larga trayectoria.
Algunos fragmentos de la novela:
“-Ése es Peter –dijo Marian-. Estará haciendo fotos.
Duncan retrocedió un poco.
-Creo que no me apetece entrar –dijo.
-Pues tendrás que hacerlo. Has de conocer a Peter, de verdad, me
gustaría presentártelo. –De pronto le parecía de suma importancia que la
acompañara.
-No, no –insistió él-. No puedo. No iría bien, seguro. Uno de los dos
se evaporaría, y seguramente sería yo. Además, hay demasiado ruido. No lo
resistiría.
-Por favor –le suplicó. Lo agarró del brazo, pero Duncan ya se
disponía a huir corriendo por el pasillo-. ¿Adónde vas? –le preguntó Marian con
voz lastimera.
-¡A la lavandería! –le respondió-. Adiós, que seas feliz en tu
matrimonio –añadió.
Marian logró vislumbrar el último retazo de su sonrisa antes de que
doblara la esquina. Oyó sus pasos que se perdían por la escalera.”
“Marian agarró las sábanas con fuerza. Estaba tensa por la impaciencia
y por otra emoción que reconoció como la gélida energía del terror. En ese
momento, suscitar algo, alguna reacción, aunque no fuese capaz de predecir lo
que emergería de aquella superficie en apariencia pasiva, de esa cosa amorfa,
blanca e insustancial que se extendía en la oscuridad, que se movía a medida
que sus ojos se movían esforzándose por ver, que parecía carecer de
temperatura, olor, cuerpo o sonido, era lo más importante que podría haber
hecho nunca, que podría hacer en el futuro, y no podía hacerlo. Esa certidumbre
le inspiraba una desolación helada, peor que el miedo. Ningún empeño de la
voluntad serviría de nada. No se decidía a acariciarlo de nuevo. Tampoco se
decidía a marcharse.”
Hace unos meses me crucé por Facebook con la promoción de una sección
titulada “20 libros que te harán una mejor persona, si tienes veintitantos años”
de la página web BuzzFeed. Como pertenezco al colectivo veinteañero al que se
dirige, la sección llamó inmediatamente mi atención, porque la literatura que
además de disfrutar nos hace crecer es la mejor de todas. Por si alguien busca
algo qué leer y siente la misma curiosidad, aquí dejo el enlace:
Y resultó que la primera obra recomendada era una novela de Margaret
Atwood, sobre la que no conocía absolutamente nada pero con cuyo nombre me
había topado unas cuantas veces cuando buscaba algún libro para leer en versión
original en la facultad de filología, sin que nunca me decidiera a escoger uno
de ellos. Para este tipo de cosas tengo una memoria excelente y, en cuanto leí
el nombre de la autora, me trasladé a mis pesquisas por la biblioteca. Pensé,
si ya no es la primera vez que nos encontramos; igual debería pararme y ver con
qué me encuentro.
Margaret Atwood es una escritora canadiense nacida en 1939, y que fue
galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el 2008. Por lo
visto es una narradora polifacética, con numerosas obras tanto en el campo de
la novela como de la poesía y los relatos. Desafortunadamente, no todas sus
obras están disponibles en castellano. Una de las de mayor repercusión, y que
le han granjeado más aplausos, es la novela “El cuento de la criada” (The handmaid´s tale). La obra de la
que aquí nos ocupamos, “La mujer
comestible” (The edible woman) constituye su primera novela, que fue
publicada en 1969. Por tanto, para tratar de comprender el objetivo de la obra,
el primer paso indispensable es tener presente el momento en que sale a la luz
y las características sociales y morales de la época. La referencia serían los
últimos años de la década de los 60.
Si soy sincera, he de admitir que dudé un poco a la hora de embarcarme
en la lectura de esta novela. Aun a riesgo de parecer una razón extraña, era la
procedencia norteamericana de la escritora lo que me echaba para atrás. No me
comprendan mal; no subyace en este motivo ningún alegato poco ético. Digamos
que mi experiencia con los autores norteamericanos no ha sido demasiado buena.
Antes que esta obra, leí tan solo tres novelas de tres autores estadounidenses
distintos: “La trilogía de Nueva York”
de Paul Auster, “El Gran Gatsby”
de F.S. Fitzgerald y una novela que no completé y de la que ni siquiera he
podido retener el título, una circunstancia que aunque decepcionante es muy
reveladora del grado de interés que me estaba causando la historia. Dejando aparte
esta última experiencia, por inacabada, ninguno de los otros dos libros dejó en
mí más huella que el hecho de haberle dedicado una parte de mi tiempo que
podría haberle regalado a otras historias. La verdad es que me cuesta ponerle
palabras a la sensación que la lectura de estas novelas me produjo. Lo más
próximo a la realidad que sentí es que no conseguí conectar con la historia que
narraban, que era espectadora de unos hechos que tampoco tenía demasiado claros.
Mi impresión es que la narración daba unos rodeos muy extraños y que en lugar de
contar lo que está pasando, relata lo que envuelve a ese hecho, lo cual me
dificultaba comprender qué estaba pasando realmente y qué era tan solo el
adorno de la narración. Es curioso que haya tenido exactamente la misma
experiencia en ambos casos, y que los dos fuesen americanos. Esto me ha hecho
desarrollar una especie de animadversión hacia la literatura americana que me
lleva a pensármelo no dos veces sino muchas más antes de abrir un libro de un
autor de esta nacionalidad. Tal vez sea un razonamiento absurdo, pero por el
momento no he encontrado otro denominador común entre ambas novelas.
Así pues, entenderéis mis temores cuando decidí comenzar “La mujer comestible”. Poco
después de adentrarme en su lectura, percibí una noticia mala y otra buena. La
mala, que me recordaba demasiada a lo que me había transmitido “La trilogía de
Nueva York”. La buena, que la sensación no era tan potente, lo cual me dio
ánimos para seguir leyendo aun cuando el planteamiento no acababa de seducirme.
La novela está protagonizada por Marian MacAlpin, una chica joven, con
estudios universitarios, que trabaja en una empresa de encuestas, comparte piso
con Ainsley, una joven con una mentalidad muy moderna, y mantiene una relación
más o menos oficial y fructífera con un joven y prometedor abogado llamado
Peter. La vida de Marian resulta absolutamente común y anodina: no le gusta
especialmente su trabajo, la relación que mantiene con su casera es delicada y
mantiene contacto regular con amigos de la facultad. La vulgaridad del
personaje se rompe con tres novedades en su vida: Peter le propone matrimonio,
conoce a un chico muy peculiar y poco común llamado Duncan y de repente es
incapaz de consumir ciertos alimentos. Los tres acontecimientos se inician casi
a la vez, o más bien de forma secuencial.
Duncan es un joven escuálido y con aspecto famélico, estudiante de
filología de posgrado con una vida social extraña que mantiene una relación
casi paterno-filial con sus dos compañeros de piso, que representarían con él
el papel de los padres. Su conducta no es en absoluto de lo más habitual: se
refugia en la lavandería cuando necesita pensar o dejar de hacerlo, y planchar
es una actividad de lo más placentera y reconstructiva para él. Marian y él se
conocen cuando ella realizaba una ronda de encuestas sobre una cerveza por la
zona donde él vivía. Cuando deja su vivienda, ni él sabe el nombre de ella, ni
ella el de él, pero parecen condenados a encontrarse. Marian se topa con él
varias veces, una en el cine, luego en la lavandería, lugar en que, sin que
parezca venir a cuento, acaban besándose sin cruzar ni una palabra en la
despedida. Poco después, Duncan se pone en contacto con ella a través del
trabajo para pedirle, como si fuese lo más normal del mundo, que le lleve ropa
para planchar, que la suya no le llega. Se inicia así una relación variopinta
en la que resulta un misterio cuál es la intención de cada uno o qué están
buscando en el otro. Ni Duncan ni Marian parecen especialmente interesados en
cambiar la vida que tienen. Únicamente parecen utilizarse como válvula de
escape o como una ventana a vistas diferentes, pero nada más profundo. La
relación que mantienen ambos y en qué desencadenará es uno de los grandes
secretos de la historia.
Peter es el novio, un joven con una personalidad muy definida y seguro
de sí mismo. A mi modo de ver, encarna el prototipo de hombre de la época:
abogado de éxito, soltero de oro y futuro flamante marido, amante de la caza y
de la fotografía. No parece especialmente interesado en abandonar su soltería y
su mundo se resquebraja inexorablemente con cada nuevo casamiento en su círculo
de amigos, hasta que es el único que no está casado. La proposición de
matrimonio a Marian suena más a aprovechar el momento que a un deseo sincero y
profundo, aunque es una percepción muy personal. Da la sensación de que como no
le va a quedar otro remedio que casarse (recordemos que estamos en los años 60
y el matrimonio es imperativo entre los jóvenes como parte de su imagen), el
momento actual, en que ya todos sus amigos han enfilado ese camino, es el más
adecuado. Personalmente, no veo a Marian y Peter como una pareja entrañable,
más bien no me pegan en absoluto. Probablemente sea porque él me causa cierta
repulsa, ya que es muy amigo de las apariencias, las buenas formas y los
comportamientos más clásicos, entre ellos, que su novia deje el trabajo al
casarse.
Cuando Marian empieza a imaginarse su vida de casada y poco después de
conocer a Duncan, comienza a producirse en ella un extraño fenómeno.
Progresivamente, se ve incapaz de ingerir ciertos alimentos. Empieza por la
carne y acaba en las zanahorias, pasando por los huevos. Básicamente, cualquier
cosa que haya tenido vida en el pasado o que la hubiese podido generar se torna
en algo repulsivo para ella. Sí, las
zanahorias no están exactamente “vivas”, pero se las imagina sufriendo mientras
las arrancan, y se le cierra el estómago, o se le abre, que es peor. Ella lo
achaca a los nervios por la boda y el cambio de vida que va a realizar, pero se
preocupa seriamente al ver que su dieta se va reduciendo de forma acelerada, y así
se lo intenta transmitir a Ainsley:
“-Ainsley –le dijo Marian-, ¿te
parezco normal?
-No es lo mismo norma que
promedio –puntualizó Ainsley crípticamente-. Normal no lo es nadie. –Abrió un
libro y se puso a leer, subrayando algunas líneas con un lápiz rojo.”
Esta es, sin duda, una de mis frases favoritas de la novela.
La historia está estructurada en tres partes. En la primera y la
tercera, la narración está contada en primera persona, es decir, Marian cuenta
sus peripecias directamente. En la segunda, en cambio, se pasa a la tercera
persona. Esto es muy simbólico, ya que la segunda parte se inicia tras haber
aceptado la propuesta de matrimonio de Peter y acaba cuando decide romper el
compromiso. Es como si, durante el tiempo en que está prometida con Peter,
Marian no fuese más que una espectadora de su vida, sobre la que no tiene
ningún control. Esto es coherente con lo que ocurre, ya que no puede comer lo
que quiere y se deja arrastrar a una serie de aventuras con Duncan a las que
nunca sabe cómo llega. Asimismo, esto concuerda con el mensaje que, al parecer,
la autora quiso transmitir con esta novela. Margaret Atwood fue considerada una
autora feminista y defensora de los derechos de la mujer a raíz de sus
publicaciones. Y no cabe duda de que dejó pistas. Para empezar, con esta visión
que ofrece del futuro matrimonio de la protagonista, que para ella es
equivalente a dejarse comer, desde un punto de vista de la personalidad y de la
actitud ante la vida, por el marido, dando título de esta forma a la historia. Por
otra parte, la compañera de piso de Marian, Ainsley, es representante del
cambio que se comenzaba a gestar en la época y que reclamaba mayor
independencia para la mujer en todos los sentidos. Ainsley no mantiene ninguna
relación sostenida con nadie y, de un día para otro, decide que quiere ser
madre soltera, pues considera el embarazo el verdadero símbolo de la feminidad,
pero sin que ello sea necesario, más allá del punto de vista biológico, ningún
hombre.
Evidentemente, los tiempos han cambiado mucho y el mensaje de Atwood
actualmente no tendría tanta cabida o repercusión como entonces, porque todo lo
que reclama se ha conseguido. Pero es un buen retrato de la vida que esperaba a
la mayoría de las mujeres y hombres, pues, no lo neguemos, ambos sexos eran
víctimas de una sociedad conservadora que tenía un papel reservado y
prediseñado para todos.
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